Esta misión se lleva a cabo teniendo en cuenta que no se debe actuar contra aquello que le es propio a cada uno, fenómeno llamado de tolerancia. Un sistema inmune competente, por tanto, se caracteriza por su capacidad para reconocer y destruir sustancias extrañas potencialmente nocivas, así como por identificar como propios aquellos tejidos y células que le pertenecen, es decir, la capacidad de discriminar lo propio y lo no propio, para no atacar lo propio (reconocimiento/discernimiento).
El desarrollo del sistema inmune es un proceso progresivo desde el período de recién nacido hasta el fin del período escolar. La capacidad de reconocimiento-discernimiento se genera durante su formación como sistema, proceso que comienza en las células hematopoyéticas pluripotenciales de la médula ósea y continua en órganos de maduración linfoide.
Las células potencialmente reactivas frente a antígenos propios (linfocitos autorreactivos) son eliminadas y/o inactivadas durante fases tempranas del desarrollo. No obstante en el adulto y en condiciones normales existen linfocitos autorreactivos en pequeñas cantidades. El sistema inmune se encargaría de controlar y conseguir la falta de respuesta de estas células mediante mecanismos que mantienen la tolerancia y que consisten, entre otros, en la inactivación de la capacidad de responder (anergia clonal: incapacidad de respuesta por parte del linfocito una vez este ha sido estimulado por su antígeno específico) o la eliminación física de dichas células (deleción clonal: el mecanismo responsable de ésta es la apoptosis o muerte celular de los timocitos autorreactivos).
Es decir que al igual que decimos que la estructura del aparato psíquico y los mecanismos que en él actúan son iguales para enfermos y sanos y debemos pensar la enfermedad desde el punto de vista dinámico, parece que aquí podría suceder lo mismo: no habría alteraciones estructurales del sistema, sino funcionales.
Cuando fallan los mecanismos de regulación de las células autorreactivas, surgen fenómenos de autoinmunidad, no se reconoce lo propio como tal y se desencadenan una serie de reacciones que tienden a eliminar ese antígeno no propio.
La consecuencia normal de una respuesta inmunitaria frente a un antígeno externo es la eliminación del antígeno invasor. Sin embargo, cuando se desarrolla una respuesta inmunitaria frente a un antígeno propio, resulta habitualmente imposible para los mecanismos efectores inmunitarios eliminar por completo al antígeno, como consecuencia se producen lesiones inflamatorias crónicas en los tejidos, que incluso pueden llegar a ser mortales.
Un proceso en el que estaría en juego la pulsión de muerte. Ésta es tratada en el sujeto de muy diversos modos, parte de ella queda neutralizada por su mezcla con componentes eróticos, otra parte es derivada hacia el exterior como agresividad, y una tercera parte continúa libremente su labor interior (es la autodestrucción necesaria para la vida, hay células que tienen que morir para la supervivencia del organismo entero y que estaría relacionada con la apoptosis o muerte celular programada).
En los fenómenos de autoinmunidad la agresividad, necesaria para mantener la vida, que el sistema inmune descarga hacia el germen extraño, es la misma que se vuelve contra sí mismo, provocando la lesión tisular. Apoyando esta hipótesis, está el hallazgo de una frecuencia más elevada de infecciones en el paciente con enfermedad autoinmune, no relacionadas con el tratamiento inmunosupresor. Es decir, que un sistema inmune “distraído en atacar al propio organismo”, en dirigir el componente agresivo contra sí mismo, no puede dirigirlo contra el “enemigo exterior”.